lunes, 15 de octubre de 2007

Inesperadamente, suena el teléfono. Levanto el auricular y, del otro lado, alguien vestido de rojo estira una mano. No la alcanzo y no hace nada para que lo logre, pero abre bien grande el pecho, toma aire y una inspiración me obsorbe. Me hago pequeña, lo más pequeña que puedo y me arrastro por el cable. Es tan estrecho, oscuro, tan pobre en oxígeno, que me ahogo y muero.
Una expiración y me lleno de aire. Vuelvo a tomar forma y a ser grande como si al final todo fuera soplar y hacer botellas. Me da miedo abrir los ojos... no sé si quiero verlo. Huelo a vainilla y a cesped recién cortado y no opongo resistencia. Tengo que abrir los ojos. Ahí lo veo mirándome. Ahora es verde, está húmedo y acaban de cortarlo. Está perdiendo las hojas, el color, los olores. Está dejando todo sobre mí. Vuelvo a cerrar los ojos. Cientos de manos ruedan por mi cuerpo, que ahora es más pequeño aún. No creo que acaricien. Están quitando hojas y colores (los olores ya son míos). Me pego al pasto. Y pierdo toda dignidad.
No sé si hay un hombre en mi corazón o dejé mi corazón en un hombre...

Iteración

Sueño con caricias.
El viento arrastra semillas en panaderos.
Alguna vez, también a mí me arrastró
como semilla, hasta vos.
Viajar en el viento marea,
confunde, hace perder el sentido.
Se tiene la certeza de llegar a algún lado
pero no se pregunta a dónde.
Quema el sol a la sombra de ese árbol
y espero noche,
que es cuando quema más fuerte.

domingo, 14 de octubre de 2007

Olvidos en el recuerdo (I)

Debían encontrarse la noche de ese mismo día. Pero para eso iba a resultarles útil conocerse antes. Saber quiénes eran, cómo, por qué tenían que hacerlo y, lo más importante, con qué fin.

¿Por qué razón dos personas que nunca antes se vieron las caras, se miraron a los ojos, se tomaron las manos, se escucharon… debían hacerlo? ¿Y por qué ahora? Eran preguntas que ellos jamás se habían hecho, porque no lo sabían, ni lo sabrían hasta que llegara el momento de la cita.

Se habían cruzado varias veces en el colectivo que los llevaba, a ella hacia su casa, y a el, hasta su lugar de trabajo. El desconocido estaba a cargo en una oficina donde se trabajaba duro para recuperar y devolver a sus dueños los recuerdos que habían perdido, que les habían robado o, simplemente, habían olvidado en cualquier lugar, por pura prisa o puro descuido. No era fácil. Exigía mucho tiempo, paciencia y ganas. Uno tenía que sentarse y comenzar a hacerle al damnificado que había solicitado la ayuda, un sinfín de preguntas que, muchas veces, exigían varias respuestas, justamente porque no se recordaba la correcta. Por tal motivo resultaba con frecuencia que, entre el laberinto de palabras, el mismo entrevistador dejaba de recordar.

Ella era una mujer que vivía a mil. Por la mañana tomaba clases con ella misma para aprender a amar. Como se levantaba alrededor de las nueve y la clase no le llevaba más de dos horas, cerca del mediodía, cuando en invierno el sol tenía más fuerza para dar calor, ya se había duchado, puesto sus jeans y cualquier otra cosa que, además de bonita, la hiciera sentir cómoda, y salía de su casa.

Antes de cruzar la primera esquina, se detenía en un puesto donde vendían flores y se tomaba el tiempo necesario para elegir. La mayoría de las veces se alejaba del lugar con un ramo de jazmines en una mano, que perfumaba el barrio entero si el viento soplaba más ligero de lo normal, y en la otra mano, dos lirios envueltos en papel celofán, para ella. Excepto cuando la lluvia caía pesadamente, todos los días caminaba las cuadras que la separaban del hogar por el que tenía que pasar a recoger a la persona con la que iba a pasar ese día.

Lo suyo no era un trabajo. Jamás lo había considerado así. Tenía, simplemente, que acompañar a quien la hubiera llamado. Pero no era una acompañante como las que solemos, más que ver, oír. No. Lo suyo pasaba por prestar un oído, dar una mano, poner el hombro, conversar y compartir con quiénes no tenían con quién hacerlo, o tenían, pero preferían compartir con un extraño. Claro que, pasado un tiempo, ella dejaba de serlo y, aunque las visitas se hacían más espaciadas, nunca, nunca dejaba de hacerlas. Y esa era la promesa que había hecho cuando, por primera vez, desearon su compañía.

Luego sí, cuando llegaba el momento en que cada uno era sobrepasado por una obligación, se despedían hasta pronto y ella tomaba el colectivo que la dejaría frente al puesto de flores, a pocos pasos de su casa.